Mateo Lescano regresó a su hogar con una presea al cuello y el agotamiento aún en sus músculos. El trayecto fue extenso, la diferencia horaria desorienta y las piernas conservan la huella de encuentros disputados a un ritmo distinto. Pero al traspasar el umbral, todo volvió a su lugar.
Su gente, las fotografías en las paredes, las memorias de una niñez que no es cosa del pasado, sino que lo sigue. Afuera, el bullicio habitual de Tucumán; dentro, un adolescente que ya ha conocido medio planeta con un balón, pero que aún se conmueve al retornar.
En su mano sostiene una medalla que reluce de manera especial. La de la Messi Cup. «Miami, Estados Unidos, diciembre», se lee grabado. No es un simple recuerdo. Es la ratificación de una trayectoria que se viene forjando desde hace tiempo, con paciencia, sin atajos. Mateo la gira, la observa por ambos lados y esboza una sonrisa. No hay postureo, hay un orgullo tranquilo.
Tiene 15 años y milita en River. Su nombre comenzó a resonar con mayor fuerza tras aquel certamen en el que se midió (venció y se coronó campeón) ante conjuntos que, para cualquier joven, suenan a fantasía: Barcelona, Manchester City, Inter, Chelsea. En la casa del Inter Miami, además, se encontraba Lionel Messi; observando, analizando cada movimiento.
Ese detalle, que para muchos sería abrumador, para Mateo fue un estímulo. «No se puede pedir mayor motivación», comentó después, casi como quien habla de algo natural.
Pero para comprender quién es Mateo hay que retroceder un poco. A Yerba Buena, a la escuelita de La Esperanza, a las primeras tardes de fútbol donde el balón era apenas un pretexto para disfrutar.
Ahí surgió Sebastián Méndez, el primer nombre propio de esta historia. Quien lo impulsó a dar el salto, a probarse, a creer. Luego llegaron los ojeadores, las pruebas, el viaje a Buenos Aires en 2019. Mateo era muy pequeño, pero la maleta ya pesaba como si cargara algo más que indumentaria. Claro, llevaba una determinación y una ilusión inmensa.
La pensión de River no es un sitio sencillo para cualquiera. Es disciplina, rutina y exigencia. Es aprender a convivir con otros jóvenes que anhelan lo mismo. Mateo lleva allí cinco o seis años. Se perdió cumpleaños, encuentros familiares y domingos en casa; pero ganó autonomía, temple y una noción clara de hacia dónde desea dirigirse.
Cuando habla de su familia, el tono de su voz se suaviza. «La extraño todo el año», afirma, sin dramatismo. Y lo dice como quien asume el precio de lo que eligió.
En su cuarto hay un pequeño museo. Medallas de novena, de octava, fotos de cuando era más niño, imágenes con camisetas que hoy le quedan pequeñas, pero no en significado. Cada objeto narra una etapa. No hay alarde; Mateo no acumula trofeos, sino que atesora señales de que va por el rumbo correcto.
En Miami, el torneo fue un examen en varios aspectos. No solo por el nivel futbolístico, sino por el entorno. El fútbol europeo tiene otros tiempos; tiene otra cadencia. «Juegan a dos toques, todo es más veloz», detalla.
El primer encuentro ante Barcelona trajo nervios y adrenalina; esa combinación de temor y anhelo que surge cuando uno se enfrenta a lo desconocido. Y River respondió con lo suyo: coraje, personalidad, identidad. Mateo lo expresa con naturalidad, como si hubiera aprendido esa palabra (identidad) antes que otras más simples.
Después vino la foto con Messi. Una escena que quedará grabada. «Era una foto cada uno», rememora. Mateo no buscó un discurso. Le dijo que lo admiraba, que era el mejor del mundo. Messi le dio las gracias, y con eso le bastó. Sin duda, hay instantes que no requieren más.
En la cancha, Mateo es defensor. Observa, aprende. Tiene referentes claros: «Cuti» Romero, Van Dijk, Marquinhos. Pero quien más lo marca es Lucas Martínez Quarta. No por idolatría, sino por proximidad. Lo ve en el Monumental, lo estudia y le copia gestos. «Puedo tomarle detalles», aclara. El aprendizaje, para él, no es abstracto; es concreto y cotidiano.
Fuera del campo, Mateo habla con la serenidad de quien comprende que el ruido no siempre es útil. Cuando le preguntan por sus aspiraciones, no se apresura. A corto plazo, progresar, mantenerse y llegar a la Selección. A largo plazo, debutar en Primera con River y ganar un Mundial. Lo dice sin grandilocuencia. No por falta de ambición, sino porque aprendió que los sueños grandes se construyen paso a paso.
El objetivo de Lescano es debutar en la Primera de River
Sabe que ese debut, que antes parecía distante, hoy se vislumbra un poco más cercano. Pero es prudente. «Pies sobre la tierra», repite.
Entrenar, entrenar y entrenar; no hay otra. No existe otra fórmula. La humildad no es un eslogan; es un instrumento de supervivencia en un entorno que suele marear con rapidez.
Cuando surge Atlético en la charla, Mateo no elude la pregunta. Reconoce el pasado, las imágenes y la historia. Pero su norte es claro; su única meta es River, el Monumental de Núñez y la camiseta que hoy viste. Lo demás, señala, se verá más adelante. No cierra puertas, pero tampoco se dispersa.
Lescano no es solo una promesa. Es un joven que comprende el tiempo, que sabe que volver a casa también es parte del trayecto y que una medalla puede brillar mucho, pero no más que una familia que lo espera. En un fútbol que apremia, él elige transitar. Y en ese andar pausado, va edificando algo más sólido que un título: una manera de ser.
