Arturo Ponsati, un lujo de hombre justo del Tucumán

Cuando Vida Buena me propuso escribir una semblanza de la actuación como abogado y juez de Arturo Ponsati, en el contexto de la galería de personas buenas y justas del Tucumán, rápidamente acepté ya que tengo para mí que el pensamiento y la acción de un hombre de esa estatura, llenan un capítulo memorable en la historia tucumana de la Justicia y del Derecho.
Cuando ingresé a la Facultad de Derecho, con mis curiosos y complicados diecisiete años, conocí a Arturo en persona (ya su fama como intelectual comprometido era valor entendido para los noveles alumnos): me tocó rendir mi primera materia con un tribunal que Ponsati integraba con otras dos figuras legendarias de nuestra alma mater: los doctores Francisco Padilla y Luis Rodolfo Argüello. Poco tiempo después, y en el marco de un ambiente apasionado por la política, me incorporé, de una vez y para siempre, a la heterogénea masa de amigos, seguidores, admiradores y discípulos del incomparable hombre público que hoy rememoro. Ese colorido conjunto de persona (casi misógino, ya que una sola mujer lo integró, me estoy refiriendo a Marta Podestá), en algún momento fue irónicamente calificado por Arturo como su Armada Brancaleone.
A partir de entonces, tuve el privilegio de ser su amigo, colega y discípulo durante treinta y cinco años, hasta su temprana e infausta desaparición. La vida de Ponsati giró en torno a su familia, el derecho, la política, la historia y la docencia. En esta nota, me ocuparé solamente de su trayectoria como hombre de Derecho, que se desarrolló en varias etapas: primero como distinguido estudiante; luego, como empleado y luego funcionario (prosecretario de Cámara) en la justicia federal. La tercera etapa de su vida como apasionado del Derecho comprende su intensa y fecunda labor como abogado de nuestro foro. La cuarta y última lo vio como vocal (luego como presidente) de la Corte Suprema de Justicia de Tucumán.
Ya abogado, me tocó conocer de cerca a Ponsati como abogado. Curiosamente, y a pesar de nuestra afinidad personal, intelectual e ideológica, en Tribunales, mientras el Maestro –el mote lo fastidiaba y al mismo tiempo le hacía gracia- ejerció libremente su profesión, me tocó siempre estar en trincheras opuestas. La profesión de abogado, según la calidad de los que la ejercen, oscila entre dos extremos: un infame oficio, en el más bajo; una excelsa función social y pública, en el superior. Desde ya que Ponsati ejerció siempre su profesión al más alto nivel (técnico, moral y práctico). Su extensa y variada clientela (pobres y ricos, bancos y sindicatos, empresarios y obreros, intelectuales e iletrados) confiaba ciegamente en él. No era para menos: a sus virtudes intelectuales y técnicas, le agregaba Arturo un plus enorme: su pasión por la Justicia y por la defensa de sus clientes. Prestigioso aboga­do, temible como oponente, sabio y prudente como asesor; con una capacidad asombrosa para el trabajo, obligaba a sus adversarios y a los jueces a extremar sus esfuerzos para, de esta forma, aportar a la realización práctica de la justicia en cada caso en el que  le tocó intervenir
Luego de una fugaz incursión en tareas ejecutivas como Secretario de Estado de la Intervención Federal encabezada por el Julio César Aráoz, durante la cual se vio obligado a suspender su matrícula, pagando por ello un alto costo personal y económico, comenzó Ponsati a escribir el último capítulo de su vida como hombre de derecho.
Cuando en 1991 se le propuso integrar la Corte Suprema de Justicia de la Provincia, mientras tomábamos el infaltable café de la mañana en el viejo bar “Sur” de 9 de Julio y Congreso, me transmitió la noticia con una sola frase: “Hay ofertas que un abogado de bien no puede rechazar”. Y se zambulló a hacer historia, como estadista que era, desde el lugar que le fuera asignado. Y lo hizo con la dignidad, el coraje y la sapiencia que fueron siempre los atributos de su conducta. Con total naturalidad, abandonó   los pasillos del Palacio de Justicia, para ingresar del otro costado del mostrador. De su accionar en la Corte –que llegó a presidir-, me quedan dos anécdotas: una, ya relatada en la nota del Colegio de Abogados en ocasión de su muerte, relacionada con las dudas de un colega respecto a la supuesta incompatibilidad entre la proverbial pasión ponsatiana y la imparcialidad exigida  a los magistrados cabales. Este escéptico colega tuvo luego que reconocer que Arturo fue el más imparcial de los jueces que le tocó “soportar”.
La otra –que se relaciona con la “anomia” que tanto preocupaba a Carlos Nino y preocupa hoy al editorialista de Vida Buena, tuvo como protagonista a un colega de Corte, que un día me dijo enojado: “Tu amigo es un transgresor”. Nada más alejado de la realidald: era un amante de la justicia. Y si para consagrar la justicia del caso debía por ahí hacer la vista gorda con algún formulismo leguleyo, no dudaba ni un instante.
Como escribí en su momento en la mentada nota recordatoria publicada por la Revista del Colegio de Abogados de Tucumán, Arturo Ponsati fue un personaje único en la historia de Tucumán. Arturo fue mucho más que un teórico de la Política, o un eximio profesional del Derecho: fue un elegido de la Providencia, que dedicó su vida a la búsqueda incansable del Bien Común, sin renuncios ni dobleces, frontal y apasionadamente. Esta entrega al prójimo, fue, a mi entender, la característica más notable y más noble de  Ponsati. Todos los actos del querido amigo, estaban guiados por un profundo amor a su prójimo, que a lo largo de su breve vida derramó; y lo hizo con una generosidad, coraje y humildad impares entre todos los que se le aproximaban  y a los que él se aproximó.
Una buena síntesis de su entrañable figura se ofrece en el libro de ensayos periodísticos suyos publicados por sus amigos en los que se recuerda que su pasión por el Derecho y la Justicia se encarnaban en la “Democracia como amistad política y amor fraterno”. Y allí se evoca que la persona de Arturo Ponsati llena la escena intelectual y cívica de la segunda mitad del siglo XX­. Buen cristiano y buen amigo caminó por la vida con la alegría del corazón limpio.
“Será Justicia o no hay Derecho” es el norte al que consagró su vida y su obra Arturo Ponsati. El despliegue de sus virtudes heroicas e inteligencia impares le permitió afrontar con lucidez y valentía la pregunta incisiva que Dios le hace a Caín cuando viene de matar a su hermano “¿Qué has hecho con tu hermano?” Este hombre de bien, un lujo de Tucumán y para la Argentina –como se dijo con justicia de él- encarnó cabalmente el Principio Fraternidad, que insta a que cada hombre se convierta en guardián de su hermano. Y ese es el legado de la Lección de Derecho, de Justicia y Política del magisterio vital de Ponsati. Pero, sabemos que la eficacia de estos santos de la política vale, sí, por su testimonio, pero sólo se cumple cuando sus herederos honramos la deuda de ese testimonio de vida.

        Ante el anuncio por parte de Yahvé Dios de la destrucción de Sodoma, como ciudad pecadora, Abraham regatea la salvación de la ciudad en    nombre de los santos o justos que habitan en ella «¿vas a borrar al justo        junto con el malvado… no perdonarás a aquel lugar por los cincuenta justos que hubiere dentro?… Si encuentro en Sodoma CINCUENTA JUSTOS, dice Yahvé Dios, perdonaré a todo el lugar por amor de aquellos…. Y si se    encontraren cuarenta…. treinta… veinte… diez? Tampoco destruiría Sodoma en gracia de los diez»


Cuando Vida Buena me propuso escribir una semblanza de la actuación como abogado y juez de Arturo Ponsati, en el contexto de la galería de personas buenas y justas del Tucumán, rápidamente acepté ya que tengo para mí que el pensamiento y la acción de un hombre de esa estatura, llenan un capítulo memorable en la historia tucumana de la Justicia y del Derecho.

Cuando ingresé a la Facultad de Derecho, con mis curiosos y complicados diecisiete años, conocí a Arturo en persona (ya su fama como intelectual comprometido era valor entendido para los noveles alumnos): me tocó rendir mi primera materia con un tribunal que Ponsati integraba con otras dos figuras legendarias de nuestra alma mater: los doctores Francisco Padilla y Luis Rodolfo Argüello. Poco tiempo después, y en el marco de un ambiente apasionado por la política, me incorporé, de una vez y para siempre, a la heterogénea masa de amigos, seguidores, admiradores y discípulos del incomparable hombre público que hoy rememoro. Ese colorido conjunto de persona (casi misógino, ya que una sola mujer lo integró, me estoy refiriendo a Marta Podestá), en algún momento fue irónicamente calificado por Arturo como su Armada Brancaleone.

A partir de entonces, tuve el privilegio de ser su amigo, colega y discípulo durante treinta y cinco años, hasta su temprana e infausta desaparición. La vida de Ponsati giró en torno a su familia, el derecho, la política, la historia y la docencia. En esta nota, me ocuparé solamente de su trayectoria como hombre de Derecho, que se desarrolló en varias etapas: primero como distinguido estudiante; luego, como empleado y luego funcionario (prosecretario de Cámara) en la justicia federal. La tercera etapa de su vida como apasionado del Derecho comprende su intensa y fecunda labor como abogado de nuestro foro. La cuarta y última lo vio como vocal (luego como presidente) de la Corte Suprema de Justicia de Tucumán.

Ya abogado, me tocó conocer de cerca a Ponsati como abogado. Curiosamente, y a pesar de nuestra afinidad personal, intelectual e ideológica, en Tribunales, mientras el Maestro –el mote lo fastidiaba y al mismo tiempo le hacía gracia- ejerció libremente su profesión, me tocó siempre estar en trincheras opuestas. La profesión de abogado, según la calidad de los que la ejercen, oscila entre dos extremos: un infame oficio, en el más bajo; una excelsa función social y pública, en el superior. Desde ya que Ponsati ejerció siempre su profesión al más alto nivel (técnico, moral y práctico). Su extensa y variada clientela (pobres y ricos, bancos y sindicatos, empresarios y obreros, intelectuales e iletrados) confiaba ciegamente en él. No era para menos: a sus virtudes intelectuales y técnicas, le agregaba Arturo un plus enorme: su pasión por la Justicia y por la defensa de sus clientes. Prestigioso aboga­do, temible como oponente, sabio y prudente como asesor; con una capacidad asombrosa para el trabajo, obligaba a sus adver Arturo Ponsati, un lujo de hombre justo del Tucumánrealización práctica de la justicia en cada caso en el que  le tocó intervenir.

Luego de una fugaz incursión en tareas ejecutivas como Secretario de Estado de la Intervención Federal encabezada por el Julio César Aráoz, durante la cual se vio obligado a suspender su matrícula, pagando por ello un alto costo personal y económico, comenzó Ponsati a escribir el último capítulo de su vida como hombre de derecho.

Cuando en 1991 se le propuso integrar la Corte Suprema de Justicia de la Provincia, mientras tomábamos el infaltable café de la mañana en el viejo bar “Sur” de 9 de Julio y Congreso, me transmitió la noticia con una sola frase: “Hay ofertas que un abogado de bien no puede rechazar”. Y se zambulló a hacer historia, como estadista que era, desde el lugar que le fuera asignado. Y lo hizo con la dignidad, el coraje y la sapiencia que fueron siempre los atributos de su conducta. Con total naturalidad, abandonó   los pasillos del Palacio de Justicia, para ingresar del otro costado del mostrador. De su accionar en la Corte –que llegó a presidir-, me quedan dos anécdotas: una, ya relatada en la nota del Colegio de Abogados en ocasión de su muerte, relacionada con las dudas de un colega respecto a la supuesta incompatibilidad entre la proverbial pasión ponsatiana y la imparcialidad exigida  a los magistrados cabales. Este escéptico colega tuvo luego que reconocer que Arturo fue el más imparcial de los jueces que le tocó “soportar”.

La otra –que se relaciona con la “anomia” que tanto preocupaba a Carlos Nino y preocupa hoy al editorialista de Vida Buena, tuvo como protagonista a un colega de Corte, que un día me dijo enojado: “Tu amigo es un transgresor”. Nada más alejado de la realidald: era un amante de la justicia. Y si para consagrar la justicia del caso debía por ahí hacer la vista gorda con algún formulismo leguleyo, no dudaba ni un instante.Como escribí en su momento en la mentada nota recordatoria publicada por la Revista del Colegio de Abogados de Tucumán, Arturo Ponsati fue un personaje único en la historia de Tucumán. Arturo fue mucho más que un teórico de la Política, o un eximio profesional del Derecho: fue un elegido de la Providencia, que dedicó su vida a la búsqueda incansable del Bien Común, sin renuncios ni dobleces, frontal y apasionadamente. Esta entrega al prójimo, fue, a mi entender, la característica más notable y más noble de  Ponsati. Todos los actos del querido amigo, estaban guiados por un profundo amor a su prójimo, que a lo largo de su breve vida derramó; y lo hizo con una generosidad, coraje y humildad impares entre todos los que se le aproximaban  y a los que él se aproximó.

Una buena síntesis de su entrañable figura se ofrece en el libro de ensayos periodísticos suyos publicados por sus amigos en los que se recuerda que su pasión por el Derecho y la Justicia se encarnaban en la “Democracia como amistad política y amor fraterno”. Y allí se evoca que la persona de Arturo Ponsati llena la escena intelectual y cívica de la segunda mitad del siglo XX­. Buen cristiano y buen amigo caminó por la vida con la alegría del corazón limpio.

“Será Justicia o no hay Derecho” es el norte al que consagró su vida y su obra Arturo Ponsati. El despliegue de sus virtudes heroicas e inteligencia impares le permitió afrontar con lucidez y valentía la pregunta incisiva que Dios le hace a Caín cuando viene de matar a su hermano “¿Qué has hecho con tu hermano?” Este hombre de bien, un lujo de Tucumán y para la Argentina –como se dijo con justicia de él- encarnó cabalmente el Principio Fraternidad, que insta a que cada hombre se convierta en guardián de su hermano. Y ese es el legado de la Lección de Derecho, de Justicia y Política del magisterio vital de Ponsati. Pero, sabemos que la eficacia de estos santos de la política vale, sí, por su testimonio, pero sólo se cumple cuando sus herederos honramos la deuda de ese testimonio de vida.

Hernán Frías Silva

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