Feliz espiga madura, feliz trigo molido, feliz pascua de Arturo

Tanto amó Dios al mundo que dio su Hijo único… Porque no he venido para condenar al mundo, sino para salvar el mundo… Dios no ha enviado su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvado por él.
 
Feliz espiga madura, feliz trigo molido, feliz pascua de Arturo
No hay más heroísmo válido que aquel que se despliega para salvar al hombre
 Hace algunos domingos, tomando posición ante la posibilidad de que se desatara una nueva Guerra del Golfo, escribí una página contra «la guerra justa».  Desde que se inventaron las armas nucleares, enseña hoy la teología moral cristiana, hay que revisar profundamente la “santidad» o “justicia» de las guerras; de todas ellas.  Aquella página «pacifista cristiana» creía inspirarse en la evangélica bienaventuranza prometida por Jesucristo a los pacíficos.  Sin embargo, entre bambalinas, esas líneas, como muchas otras de esta columna, continuaban una disputa, siempre apasionada y cordial, con un entrañable amigo, Arturo Ponsati.
El día, anterior a que, escribiera aquella nota dominical parapetado detrás de mi inconmovible postura pacifista, sabiendo de antemano por donde vendrían sus tiros le pregunté a boca de jarro, cómo legitimaría el empleo de armas de destrucción masiva que los tecnoguerreros yanquis pudieran emplear contra la población civil iraquí.  Su mandoble no demoró en llegar. «Sos una bestia», rezongó; «estás como el idiota de Chamberlain haciéndose el buenito con Hitler en Munich; andá contá las víctimas que costó ese pacifismo.  Y por otra parte, remató, tomá nota de la frase de Péguy: feliz el que muere en una guerra justa, feliz la espiga madura, feliz el trigo molido.
Este 9 de abril, Jueves Santo, Dios decidió que Arturo ya era esa espiga madura, y que ya estaba pronto para la paz que llega después de librar la guerra justa; el Justo Juez dio el premio al campeón que ha librado el buen combate, el combate de la fe.  Tratando de ordenar sentires, pensares y decires para despedir al amigo, manoteo entre los textos de sus maestros mentores: Toynbee, Chesterton y Maritain; y así tropecé, por arte de los “azares de la Providencia”, con El campesino del Garona, aquel libro otoñal de Maritain en el que un viejo laico se interroga sobre el tiempo presente, así reza el subtítulo.  El epígrafe es un proverbio chino que Arturo hubiera suscripto gustoso: “Nunca toméis la estupidez demasiado en serio».  Al inicio, Maritain aclara que lo de “viejo laico” lo dice, por un lado, porque el autor es un octogenario y, por otro, porque “el autor es un laico inveterado».  El sexagenario Ponsati, partiendo a la Casa del Padre, también es “un laico inveterado»; lo de “campesino” no le cuadra mucho; es un empedernido citadino tucumano -ahora a cargo de una corresponsalía celestial-. Sí vuelve a comulgar con aquel campesino, en cambio, en que es un hombre que “no anda por las ramas, o que no se muerde la lengua para decir lo que tiene que decir”.
Abrí el libro donde cayera y por pura casualidad -o por ignorada causalidad- la página la última cena del Señor, la Cena Santa del Jueves Santo.  Maritain expone allí conceptos que venía elaborando en libros anteriores. Puesto en términos simples – los del Evangelio-, se trata de la vieja y siempre renovada historia del trigo y la cizaña. La consabida moraleja de está parábola es que la relación del cristiano con el mundo debe mantenerse siempre abierta, siempre sobre ascuas, porque el destino del mundo pende excluyentemente del Juicio de Dios. Y Maritain dice que aquel trigal encizañado es el campo de batalla en el que se enfrentan a la vez el hombre, Dios y el diablo, “y la tarea del cristiano en el mundo es disputar al diablo su terreno, arrancárselo”. En el misterio de la salvación, el cristiano sabe que en última instancia todo depende de Dios, pero que a él se le ha encomendado hacer crecer el trigo que salva. Inextricablemente unida a las espigas, la cizaña crece sola, y sólo Dios la ha de cortar.  El laico cristiano Arturo Ponsati cumplió cabalmente su misión temporal en el trigal de Dios. Ligero de equipaje se presenta ante el Padre con una alforja llena. Todo lo mucho que hizo por los pequeños que estábamos a su lado, se lo hacía al mismo Cristo, y Dios devuelve con creces; paga el ciento por uno*

*Publicación original Siglo XXI, 12 de abril de 1998

    Tanto amó Dios al mundo que dio su Hijo único… Porque no he venido    para condenar al mundo, sino para salvar el mundo… Dios no ha enviado su   Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvado por él. 

No hay más heroísmo válido que aquel que se despliega para salvar al hombre 

Hace algunos domingos, tomando posición ante la posibilidad de que se desatara una nueva Guerra del Golfo, escribí una página contra «la guerra justa». Desde que se inventaron las armas nucleares, enseña hoy la teología moral cristiana, hay que revisar profundamente la “santidad» o “justicia» de las guerras; de todas ellas.  Aquella página «pacifista cristiana» creía inspirarse en la evangélica bienaventuranza prometida por Jesucristo a los pacíficos.  Sin embargo, entre bambalinas, esas líneas, como muchas otras de esta columna, continuaban una disputa, siempre apasionada y cordial, con un entrañable amigo, Arturo Ponsati.

El día, anterior a que, escribiera aquella nota dominical parapetado detrás de mi inconmovible postura pacifista, sabiendo de antemano por donde vendrían sus tiros le pregunté a boca de jarro, cómo legitimaría el empleo de armas de destrucción masiva que los tecnoguerreros yanquis pudieran emplear contra la población civil iraquí.  Su mandoble no demoró en llegar. «Sos una bestia», rezongó; «estás como el idiota de Chamberlain haciéndose el buenito con Hitler en Munich; andá contá las víctimas que costó ese pacifismo.  Y por otra parte, remató, tomá nota de la frase de Péguy: feliz el que muere en una guerra justa, feliz la espiga madura, feliz el trigo molido.

Este 9 de abril, Jueves Santo, Dios decidió que Arturo ya era esa espiga madura, y que ya estaba pronto para la paz que llega después de librar la guerra justa; el Justo Juez dio el premio al campeón que ha librado el buen combate, el combate de la fe. Tratando de ordenar sentires, pensares y decires para despedir al amigo, manoteo entre los textos de sus maestros mentores: Toynbee, Chesterton y Maritain; y así tropecé, por arte de los “azares de la Providencia”, con El campesino del Garona, aquel libro otoñal de Maritain en el que un viejo laico se interroga sobre el tiempo presente, así reza el subtítulo.  El epígrafe es un proverbio chino que Arturo hubiera suscripto gustoso: “Nunca toméis la estupidez demasiado en serio».  Al inicio, Maritain aclara que lo de “viejo laico” lo dice, por un lado, porque el autor es un octogenario y, por otro, porque “el autor es un laico inveterado».  El sexagenario Ponsati, partiendo a la Casa del Padre, también es “un laico inveterado»; lo de “campesino” no le cuadra mucho; es un empedernido citadino tucumano -ahora a cargo de una corresponsalía celestial-. Sí vuelve a comulgar con aquel campesino, en cambio, en que es un hombre que “no anda por las ramas, o que no se muerde la lengua para decir lo que tiene que decir”.

Abrí el libro donde cayera y por pura casualidad -o por ignorada causalidad- la página la última cena del Señor, la Cena Santa del Jueves Santo.  Maritain expone allí conceptos que venía elaborando en libros anteriores. Puesto en términos simples – los del Evangelio-, se trata de la vieja y siempre renovada historia del trigo y la cizaña. La consabida moraleja de está parábola es que la relación del cristiano con el mundo debe mantenerse siempre abierta, siempre sobre ascuas, porque el destino del mundo pende excluyentemente del Juicio de Dios. Y Maritain dice que aquel trigal encizañado es el campo de batalla en el que se enfrentan a la vez el hombre, Dios y el diablo, “y la tarea del cristiano en el mundo es disputar al diablo su terreno, arrancárselo”. En el misterio de la salvación, el cristiano sabe que en última instancia todo depende de Dios, pero que a él se le ha encomendado hacer crecer el trigo que salva. Inextricablemente unida a las espigas, la cizaña crece sola, y sólo Dios la ha de cortar. El laico cristiano Arturo Ponsati cumplió cabalmente su misión temporal en el trigal de Dios. Ligero de equipaje se presenta ante el Padre con una alforja llena. Todo lo mucho que hizo por los pequeños que estábamos a su lado, se lo hacía al mismo Cristo, y Dios devuelve con creces; paga el ciento por uno.

Lalo Ruiz Pesce

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