Diana y Teresa: Idolatrías fotográficas o imágenes divinas

Diana y Teresa: Idolatrías fotográficas o imágenes divinas
Alexandor Kirkov, un prestigioso fotógrafo de Macedonia, discute con su amante.  Ha decidido renunciar a la agencia de publicidad londinense donde se conocieron.  “Escribiré un libro sobre el Zen y el arte de cultivar tomates. Te enseñaré macedonio. Tendremos doce hijos”, le dice.  “Alex, no te abras.  Es importante tomar partido”, replica ella.  «No quiero estar del lado de ninguno de ellos… mongoloides descerebrados».  «Decía tomar partido contra la guerra; estúpido».  «Eso tampoco cuenta.  La paz es una excepción, no la regla.  Abandona todo, mudémonos a Macedonia.  Quiero tener un hijo… lo arruiné todo” dice Alex. “¿Qué te hicieron allá?” pregunta ella, «Maté… Mis ojos han cambiado. Maté a un hombre. Me hice amigo de un miliciano y me quejé de no tener emociones para fotografiar. -No hay problema, me dijo, sacó un prisionero de la fila y lo mató.  Mi cámara mató un hombre».
Este es un fragmento del guión de Antes de la lluvia, excelente película de un joven realizador macedonio.  Una y otra vez nos hace falta que, nos muestren con crudeza el crimen de la guerra.  El filme desnuda la ferocidad del odio fratricida que anida en nuestros corazones.  No es menos impactante la conversión del fotógrafo; en medio del crimen bélico tiene el coraje de afrontar la carga criminal de su propia mirada a través del objetivo: “mi cámara mató un hombre”  Por este vuelco de su corazón abandona su puesto de reportero gráfico en guerras «ajenas» y vuelve a su Macedonia natal… y allí se libra otra guerra fratricida.  No hay guerras ajenas, todas son guerras propias; Alex toma partido.  Ya no es su mirada la que ‘dispara’ las fotografías mortíferas; ahora, en cambio, inmolándose, pone su cuerpo en la línea de fuego de las balas disparadas por los suyos; por sus hermanos cristianos… Y lo hace para salvar a una “enemiga” musulmana.  La albanesa perseguida por los «propios» no le es ajena; su destino no le es extraño.  Desde que se ama ya no hay extranjeros; como ocurre con la parábola evangélica del buen samaritano, todo hombre está próximo al corazón amante; todo hombre es prójimo. Nada ni nadie le es indiferente; nada humano es ajeno a un corazón convertido al amor.
Por eso Alexander Kirkov da su vida por ella y no hay signo mayor del amor que dar la vida por el otro… y todo otro es amigo.  Es lo que testimonia esa otra albanesa de carne y hueso, Teresa de Calcuta.  Pobre entre los pobres; vivió sirviendo.  “Si no se vive para los demás –decía- la vida carece de sentido”.
Pobre y alegremente vivió sirviendo a los más pobres de Calcuta. Hoy, gracias a ella, todo el mundo es Calcuta; todos los pobres, gracias a ella, saben que hay Hermanas de la Caridad que les aman con el amor puro del Evangelio. Teresa es signo vivo del Amor de Dios entre nosotros.  Agnes Bojaxhiu, Agnus Dei, Cordero de Dios, Cordero Pascual… la Madre Teresa de Calcuta.
Mujercita esmirriada de un corazón inmenso.  Un amor sin fronteras; un amor que ha vivido muriendo por los otros, por los pobres, por los moribundos, por los enfermos, por los niños… Ha vivido muriendo con una sonrisa en la boca y una alegría en el corazón. Ha vivido renaciendo desde los otros, ha vivido renaciendo desde el amor abandonado. “No nací en 1910, como dicen mis documentos. Nací el 10 de septiembre de 1946, en una calle de Calcuta, cuando tropecé con el cuerpo de una mujer moribunda».  El amor de Teresa de Calcuta es la más viva imagen del Amor de Dios; Imago Dei que todos estamos llamados a ser… imagen divina del cordero pascual.
La princesa estaba triste; la monja era alegre.  A Diana de Inglaterra le faltaba amor; Teresa rebosaba amor.  La princesa fotografiada y fotogénica se exponía a la mirada del mundo; Teresa de Calcuta, en oración y silencio, se recogía de la indiscreción periodística y de los hurgadores de escándalo.  Se ha dicho bien que es curiosa la imagen simétrica y contrapuesta dibujada por el fallecimiento casi simultáneo de dos mujeres consagradas –cada una a su modo- a las obras de caridad.  Las fotos de Diana nos llevan a mirar hacia afuera; las imágenes de Teresa; a mirar hacia dentro.
Del becerro de oro y del cordero pascual. Fotos de muerte; imágenes de vida
En el otro extremo, con voracidad monstruosa, nuestra salvaje y bárbara “civilización de la imagen», devora fotos de los ídolos que sabemos crear y destruir.  Todavía seguimos digiriendo muy mal y escandalosamente -no puede ser de otro modo- el atracón del espectáculo mortal llamado Diana Spencer.  La impudicia u obscenidad icónica no es sólo de los paparazzi, sino lo es también de quienes les damos de comer. En cierto sentido todos somos paparazzi; impúdicos; obscenos; escandalosos, y amantes del espectáculo y del circo; no verdaderos amantes de la verdad.
Los ricos y famosos van a la caza de los cazadores de imágenes y apariencias… luego, esclavizados por esa jaula, pública, que buscaron, se convierten en la comidilla pública. No tolerar esas dentelladas públicas es desconocer las reglas de juego con las que se jugó el juego fatal y perverso de convertirse en figura pública. Convertidos en el becerro de oro de la adoración popular, somos víctimas no inocentes del monstruo consumiste que nos idolatra. Las personas públicas -cada vez más acosadas por el público, cada vez tratadas menos como personas- son devoradas, por el monstruo de mil cabezas y sin alma que formamos el público de este siniestro y mercantil espectáculo. Con su característica lucidez, Santiago Kovadloff retrató esta escenificación de nuestras miserias: ”Los paparazzi –dijo- reflejan un hábito medularmente occidental: el de compensar el creciente desinterés por el prójimo, entendido como sujeto, por la ascendente curiosidad que él despierta como objeto. Y objeto, aquí, quiere decir objeto de consumo».  Dicho en buen romance, los fotógrafos no son los únicos malos de la película; los malos somos también los consumidores de esas imágenes que ellos capturan.
Desde el diario madrileño El País, también se denunciaba estas condenas hipócritas de encontrar en los fotógrafos los chivos expiatorios de una culpa que está en otra parte: está en la angurria y procacidad de nuestra mirada.  Quién no se desgarra las vestiduras ante el avasallamiento cotidiano de la intimidad de las personas, públicas o privadas. «Diana no ha muerto empotrada en las paredes del Sena, sino devorada por la opinión pública. Resulta cínico -o al menos anacrónico- echarles el muerto de Lady Di a los paparazzi que corrían tras ella. Ellos sólo son una ínfima pieza de esta sociedad salvaje que a diario paga por ver, por escuchar, por saber y por entrometerse en las vidas ajenas».
Se aprende a ser humilde aceptando humillaciones y el maravilloso silencio salvaguarda nuestra vida interior… Teresa de Calcuta dixit.

*Primera Publicación:  Diario Siglo XXI, 28 de septiembre de 1997.

Alexandor Kirkov, un prestigioso fotógrafo de Macedonia, discute con su amante.  Ha decidido renunciar a la agencia de publicidad londinense donde se conocieron.  “Escribiré un libro sobre el Zen y el arte de cultivar tomates. Te enseñaré macedonio. Tendremos doce hijos”, le dice.  “Alex, no te abras.  Es importante tomar partido”, replica ella.  «No quiero estar del lado de ninguno de ellos… mongoloides descerebrados».  «Decía tomar partido contra la guerra; estúpido».  «Eso tampoco cuenta.  La paz es una excepción, no la regla.  Abandona todo, mudémonos a Macedonia.  Quiero tener un hijo… lo arruiné todo” dice Alex. “¿Qué te hicieron allá?” pregunta ella, «Maté… Mis ojos han cambiado. Maté a un hombre. Me hice amigo de un miliciano y me quejé de no tener emociones para fotografiar. -No hay problema, me dijo, sacó un prisionero de la fila y lo mató.  Mi cámara mató un hombre».

Este es un fragmento del guión de Antes de la lluvia, excelente película de un joven realizador macedonio.  Una y otra vez nos hace falta que, nos muestren con crudeza el crimen de la guerra.  El filme desnuda la ferocidad del odio fratricida que anida en nuestros corazones.  No es menos impactante la conversión del fotógrafo; en medio del crimen bélico tiene el coraje de afrontar la carga criminal de su propia mirada a través del objetivo: “mi cámara mató un hombre”  Por este vuelco de su corazón abandona su puesto de reportero gráfico en guerras «ajenas» y vuelve a su Macedonia natal… y allí se libra otra guerra fratricida.  No hay guerras ajenas, todas son guerras propias; Alex toma partido.  Ya no es su mirada la que ‘dispara’ las fotografías mortíferas; ahora, en cambio, inmolándose, pone su cuerpo en la línea de fuego de las balas disparadas por los suyos; por sus hermanos cristianos… Y lo hace para salvar a una “enemiga” musulmana.  La albanesa perseguida por los «propios» no le es ajena; su destino no le es extraño.  Desde que se ama ya no hay extranjeros; como ocurre con la parábola evangélica del buen samaritano, todo hombre está próximo al corazón amante; todo hombre es prójimo. Nada ni nadie le es indiferente; nada humano es ajeno a un corazón convertido al amor.

Por eso Alexander Kirkov da su vida por ella y no hay signo mayor del amor que dar la vida por el otro… y todo otro es amigo.  Es lo que testimonia esa otra albanesa de carne y hueso, Teresa de Calcuta.  Pobre entre los pobres; vivió sirviendo.  “Si no se vive para los demás –decía- la vida carece de sentido”.

Pobre y alegremente vivió sirviendo a los más pobres de Calcuta. Hoy, gracias a ella, todo el mundo es Calcuta; todos los pobres, gracias a ella, saben que hay Hermanas de la Caridad que les aman con el amor puro del Evangelio. Teresa es signo vivo del Amor de Dios entre nosotros.  Agnes Bojaxhiu, Agnus Dei, Cordero de Dios, Cordero Pascual… la Madre Teresa de Calcuta.

Mujercita esmirriada de un corazón inmenso.  Un amor sin fronteras; un amor que ha vivido muriendo por los otros, por los pobres, por los moribundos, por los enfermos, por los niños… Ha vivido muriendo con una sonrisa en la boca y una alegría en el corazón. Ha vivido renaciendo desde los otros, ha vivido renaciendo desde el amor abandonado. “No nací en 1910, como dicen mis documentos. Nací el 10 de septiembre de 1946, en una calle de Calcuta, cuando tropecé con el cuerpo de una mujer moribunda».  El amor de Teresa de Calcuta es la más viva imagen del Amor de Dios; Imago Dei que todos estamos llamados a ser… imagen divina del cordero pascual.

La princesa estaba triste; la monja era alegre.  A Diana de Inglaterra le faltaba amor; Teresa rebosaba amor.  La princesa fotografiada y fotogénica se exponía a la mirada del mundo; Teresa de Calcuta, en oración y silencio, se recogía de la indiscreción periodística y de los hurgadores de escándalo.  Se ha dicho bien que es curiosa la imagen simétrica y contrapuesta dibujada por el fallecimiento casi simultáneo de dos mujeres consagradas –cada una a su modo- a las obras de caridad.  Las fotos de Diana nos llevan a mirar hacia afuera; las imágenes de Teresa; a mirar hacia dentro.

Del becerro de oro y del cordero pascual. Fotos de muerte; imágenes de vida

En el otro extremo, con voracidad monstruosa, nuestra salvaje y bárbara “civilización de la imagen», devora fotos de los ídolos que sabemos crear y destruir.  Todavía seguimos digiriendo muy mal y escandalosamente -no puede ser de otro modo- el atracón del espectáculo mortal llamado Diana Spencer.  La impudicia u obscenidad icónica no es sólo de los paparazzi, sino lo es también de quienes les damos de comer. En cierto sentido todos somos paparazzi; impúdicos; obscenos; escandalosos, y amantes del espectáculo y del circo; no verdaderos amantes de la verdad.

Los ricos y famosos van a la caza de los cazadores de imágenes y apariencias… luego, esclavizados por esa jaula, pública, que buscaron, se convierten en la comidilla pública. No tolerar esas dentelladas públicas es desconocer las reglas de juego con las que se jugó el juego fatal y perverso de convertirse en figura pública. Convertidos en el becerro de oro de la adoración popular, somos víctimas no inocentes del monstruo consumiste que nos idolatra. Las personas públicas -cada vez más acosadas por el público, cada vez tratadas menos como personas- son devoradas, por el monstruo de mil cabezas y sin alma que formamos el público de este siniestro y mercantil espectáculo. Con su característica lucidez, Santiago Kovadloff retrató esta escenificación de nuestras miserias: ”Los paparazzi –dijo- reflejan un hábito medularmente occidental: el de compensar el creciente desinterés por el prójimo, entendido como sujeto, por la ascendente curiosidad que él despierta como objeto. Y objeto, aquí, quiere decir objeto de consumo».  Dicho en buen romance, los fotógrafos no son los únicos malos de la película; los malos somos también los consumidores de esas imágenes que ellos capturan.

Desde el diario madrileño El País, también se denunciaba estas condenas hipócritas de encontrar en los fotógrafos los chivos expiatorios de una culpa que está en otra parte: está en la angurria y procacidad de nuestra mirada.  Quién no se desgarra las vestiduras ante el avasallamiento cotidiano de la intimidad de las personas, públicas o privadas. «Diana no ha muerto empotrada en las paredes del Sena, sino devorada por la opinión pública. Resulta cínico -o al menos anacrónico- echarles el muerto de Lady Di a los paparazzi que corrían tras ella. Ellos sólo son una ínfima pieza de esta sociedad salvaje que a diario paga por ver, por escuchar, por saber y por entrometerse en las vidas ajenas».

Se aprende a ser humilde aceptando humillaciones y el maravilloso silencio salvaguarda nuestra vida interior… Teresa de Calcuta dixit.

Lalo Ruiz Pesce

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