Cuidar la tierra, nuestra casa común

La Madre Tierra: Dilema ético, entre el oro del ecocidio capitalista y la vida de la ecosofía fraterna y solidaria.

Desde el saber mitológico de culturas antiguas a las reflexiones de la teología, la filosofía y la ciencia contemporáneas la tierra viene siendo investida del aura de la sabiduría vital de una Madre. Sabiduría de la tierra como sujeto sapiente -no objeto padeciente y explotado-. Sabiduría de madre que sabe cuidar a sus hijos; y el nombre de esa renovada sabiduría de la tierra es ecosofía; sabiduría -sofía- para dejarnos cuidar a nosotros mismos y cuidar el hogar terreno común -oikos- en el que los hombres vivimos, nos movemos y somos. Cuidar la casa común, como dice el papa Francisco en su encíclica ecológica Laudato si.

Más allá de una simple ecología, la ecosofía es una sabiduría-espiritualidad de la tierra. “El nuevo equilibrio” no es tanto entre el hombre y la tierra, sino entre materia y espíritu. La ecosofía no es una simple “ciencia de la tierra” (ecología), ni siquiera una “sabiduría sobre la tierra”, sino “sabiduría de la tierra misma” que se manifieste al hombre cuando sabe escucharla con amor (1).

Antes, mucho antes de que filósofos y teólogos cristianos hablaran de “ecosofía” la filosofía y espiritualidad andina la vivían y la celebraran en sus símbolos y ritos. Estos obedecen a la Pachamama -Madre Tierra-, de donde se puede hablar -haciendo un puente entre el griego y el quichua- de una “pachasofía”; sabiduría de madre, sabiduría materna.

La Pachamama es la fuente principal de la vida; y por tanto, de la continuación del proceso cósmico de regeneración y transformación de la relacionalidad fundamental y del orden cósmico (Pacha).

A la tradición filosófica y científica occidental le costó ir llegando -y sigue sin lograrlo en gran medida- a lo “ecológico”, y aún más le cuesta ascender hacia lo “ecosófico”. Con el nacimiento de la filosofía y de la ciencia modernas se va a declarar a la naturaleza -no algo sagrado o divino- sino algo extrahumano, como mera “res extensa”, mecánica y cuantificable… de allí se llega al fin de la parábola en la concepción dominante del Occidente frente a la naturaleza, en la que está será sometida a relaciones de dominio, explotación, negación y menosprecio que animan al hombre tecnócrata (el homo faber) y capitalista, para el cual -como también para el materialismo histórico del marxismo- la naturaleza es considerada como un “medio de producción” y no es respetada en su dignidad sacral “ecosófica”.

Desandando este largo camino “filosófico” y científico de explotación de la naturaleza, no deja de ser auspicioso que un científico inglés contemporáneo, James Lovelock, creara la controvertida teoría de Gaia, según la cual la Tierra es un ser vivo que se autorregula. Sin relación alguna con la sacral ecosofía andina de la Pachamama, concibe a la tierra análogamente como un “ser vivo orgánico” que se puede “enojar”. En los hechos, el año 2006, con 86 años, Lovelock fue tan polémico como en sus inicios; publicó en España su autobiografía, Homenaje a Gaia, y en el Reino Unido sacó un libro anunciando una inminente catástrofe ambiental, La venganza de Gaia. Pero, ¿qué tiene que ver este colapso del capitalismo mafioso y la globalización financiera así reseñada con la crisis ecológica mayor que está conduciendo al ecocidio, la eliminación de la biodiversidad y, en suma, a la destrucción del planeta?

Para responder a estas cuestiones hay que retornar a James Lovelock y a su alarma de la catástrofe que se cierne sobre Gaia –su nombre mitológico, si se quiere, para nombrar la tierra comportándose como un organismo vivo autoregulado-. Y uno de los puntos que ha disparado esa advertencia, llamémosla apocalíptica, en este hombre británicamente flemático y ponderado es la cuestión del cambio climático. Con el calentamiento global, dice el científico inglés, la mayor parte de la superficie del globo se transformará en desierto. De allí se desprende el valor crucial o vital que va a ir adquiriendo el agua dulce con el correr del tiempo; por eso se dice que las guerras del siglo XXI serán por el agua; por ello quienes impugnamos el modelo extractivista, en general, y el de la megaminería, en particular, decimos que el agua vale más que el oro.

En el año 2007, un periodista francés, André Kempf pronosticaba que el estado de crisis ecológica prolongada y planetaria debería traducirse en un derrumbe próximo del sistema económico mundial, lo que aconteció poco después –en el 2008-, en la “catástrofe perfecta” descripta por Ignacio Ramonet en sentido análogo. Lo que hay que destacar en este contexto es el círculo vicioso entre los disparadores económicos que alimentan el incremento del crecimiento económico –incentivando un hiperproductivismo- para crear las (falsas) necesidades de un sobreconsumismo, todo lo cual incide directamente con los límites de la biósfera, que es expuesta al derroche energético y la depredación del planeta.

Como un drogadicto, la economía estadounidense está minada por tres déficits gigantes: el de la balanza comercial, el del presupuesto y el de la deuda interna. Por lo cual, para tenerse en pie, debe incentivar frenéticamente el consumismo, y se tambalea antes de desmoronarse. Si a ello se añade que el largo crecimiento económico de China a tasas mayores al 9% podría frenarse, como está aconteciendo, su crisis replicaría globalmente… y la consecuencia, si no se produjese un choque y una conflagración mundial, acentuaría la severa degradación ecológica en curso, y las consecuencias más directas sería el desamparo social y ecológico de los pueblos, que seguirían siendo envenenados por los depredadores de siempre. No es casual que las superpotencias que propician la crisis ecológica son las que vienen obstaculizando sistemáticamente las correcciones propuestas por las conferencias ecológicas internacionales, en Kioto, Copenhage, la de Río+20  y, la más reciente, de París en 2015, en ocasión de la cual el papa Francisco, compuso Laudato si, la encíclica ecológica.

En este juego de suma cero entre la economía y la ecología, lo que gana la primera es a costa de la segunda. Ello viene conduciendo al crecimiento de los índices de pobreza, y la globalización de la pobreza es la condición primordial de que los ricos sean cada vez más ricos. Va naciendo una oligarquía planetaria que se erige sobre la “pirámide de los sacrificios” y los despojos de los grupos sociales más vulnerables y empobrecidos. Y, si bien es cierto que no existe una relación obligada entre la pobreza y la desigualdad, hoy en día la pobreza se está expandiendo como reflejo del aumento de las desigualdades, tanto dentro de las sociedades como entre los grupos de las naciones, dice Kempf. Hoy la pobreza es estructural, no coyuntural, y los pobres son, ante todo, jóvenes llenos de futuro en la pobreza, porque han sido engendrados en la pobreza.

Hoy se dice con razón que, ante las catástrofes ecológicas y sociales que se nos avecinan, sin ser apocalípticos, hay que afrontar un desafío grave e impostergable: tomar medidas que el interés individual no se impone espontáneamente y que difícilmente puedan ser objeto de una decisión en el proceso democrático. Se avecinan épocas de amargas renuncias, pues estas medidas pertenecen a una política simple en teoría, pero difícil en la práctica: reducir el consumo material, aceptar “la automoderación de la humanidad” por el interés de todos y de las generaciones futuras.

Ante ello surge con claridad que para evitar las crisis ecológica y social, por el contrario a la dictadura del individualismo, debemos aprender a tomar decisiones difíciles de forma auténticamente democrática. Hay que reinventar en todos los ámbitos los procesos de democratización; debemos revitalizar la democracia, con urgencia, volver a legitimar la preocupación por el bien público, por el bien común, por los Bienes Comunes. Sólo así podremos afrontar en libertad y responsabilidad la época de exigencias y amargas renuncias que se nos imponen en los tiempos que corren. Y ello se produce con la articulación entre las demandas sociales y las demandas ecológicas; y tal entrelazamiento ecológico y social obedece al imperativo de la solidaridad y a la disminución del consumo.

Otro Mundo mejor es posible: la ecosofía fraterna o la devastación ecocida de la Tierra

El teólogo brasileño Leonardo Boff se viene ocupando de la cuestión ecológica en textos fundamentales, como Ecología –Grito de la tierra, grito de los pobres- (1996); Del Iceberg al Arca de Noé –El nacimiento de una ética planetaria-(2003) o, el más reciente, La opción-Tierra –La solución para la tierra no cae del cielo-(2008). Este teólogo de la liberación, desde un principio viene planteando el clamor del oprimido junto al el clamor de la Tierra. Y la Teología de la Liberación, nos dice, ha nacido del grito del oprimido, que asigna al pobre un puesto central haciéndolo sujeto de su liberación en la medida en que se hace consciente de lo perverso de su situación y se organiza con otros aliados para superarla. Pero hoy, continúa, es la tierra quien clama  pues la lógica que explota a las clases y somete a los pueblos a los intereses de unos pocos países ricos y poderosos es la misma que depreda la Tierra y expolia sus riquezas, sin solidaridad para con el resto de la humanidad y las generaciones futuras.

Esta lógica ecocida del capitalismo está quebrando el frágil equilibrio del universo, construido con gran sabiduría a lo largo de 15.000 millones de años de trabajo de la naturaleza. El hombre está rompiendo la alianza de fraternidad y sororidad, de ser hermano y hermana de la Tierra y ha destruido su sentido de religación con todas las cosas. Y estas cuestiones cobran hoy una gravedad que no se había dado nunca anteriormente en la historia de la humanidad. El ser humano, dice el teólogo, se está convirtiendo en el Satán de la Tierra.. Él que fue llamado a ser su ángel de la guarda y celoso cultivador ha demostrado que, además de homicida y etnocida, puede transformarse en biocida y geocida, o sea en un ecocida.

Este texto de Boff pretende ser un libro de esperanza para los hijos e hijas de la Tierra, herederos de aquella alianza que Dios estableció con Noé y con toda la comunidad de los seres vivientes tras la catástrofe del diluvio. Se trata de afrontar la “catástrofe perfecta” que se cierne en nuestro horizonte, munidos de la tradición espiritual judeo-cristiana que hace memoria de los textos del Génesis que dice: “Cuando el arco iris esté entre las nubes, yo lo veré y me acordaré de la alianza eterna entre dios y todos los seres vivos, con todas las criaturas que existen sobre la tierra… y ya no habrá nunca más un diluvio que destruye la Tierra” (Gn., 9, 16-17).

La Tierra está enferma y amenazada, y el desafío de la “era ecológica”, dice Boff, es retornar a la Tierra como Patria/Matria común. Y el ser más amenazado de la naturaleza hoy en día es el pobre, pues el 79% de la humanidad vive en el Gran Sur pobre; 1.000 millones de personas viven en estado de pobreza absoluta; 3.000 millones (de 5.300 millones -en los años 90-) tienen una alimentación insuficiente; 60 millones mueren anualmente de hambre y 14 millones de jóvenes de menos de 15 años muere anualmente a consecuencia de enfermedades derivadas del hambre. Luego del hombre son las especies vivas las que experimentan una amenaza similar; cálculos estimativos afirman que entre el siglo XVI y mediados del XIX se eliminaba una especie cada 10 años; entre 1850 y 1950 se elimina una especie por año. A partir de 1990 está desapareciendo una especie por día y, de seguir este ritmo, en el año 2000 desaparecerá una especie por hora.

Es en esta última fase de la “hominización”, paradójicamente, en la que el hombre se constituye en enemigo de lo humano y en Satán de la Tierra y la naturaleza, dice Boff. Se va erigiendo en un principio de autodestrucción de lo humano, depredando la naturaleza y destruyendo las culturas; instaurando la dialéctica entre construcción y destrucción, la parte constructiva es la del homo sapiens sapiens, la destructiva es la del homo demens demens. Los hombres, por esta vía, no sólo estamos vulnerando la biósfera sino destruyéndonos a nosotros mismos. Pero, al mismo tiempo, esa insensatez demente es compensada por el principio del cuidado y la solicitud, de la corresponsabilidad y la compasión, mediante los cuales el hombre asume su destino de convertirse en guardián de su hermano –principio fraternidad- y en cuidador de la casa común terrenal –el cuidador de la casa común-.

Ecología, Economía y Desarrollo: los límites del crecimiento y la disputa por el “desarrollo sostenible”

En este contexto Leonardo Boff ha desenmascarado cómo esta profunda crisis ecológica en la que estamos sumidos nos lleva a una pérdida de religación y de mantenimiento de una vida buena y saludable del hombre en relación con la naturaleza. Y, para salvar y curar al planeta de esta grave patología, nos dice el teólogo brasileño, hay que identificar las causas, ya que sólo atacando las causas, y no los síntomas, se podrá sanar al enfermo; y la Tierra se halla gravemente enferma. No hay dudas, en tal sentido, que el origen de esta enfermedad planetaria se encuentra en que el hombre ha desertado de su misión de ser el guardián de la creación que le encomienda tempranamente la sabiduría bíblica en el Génesis.

Vivimos inventando disculpas por no afrontar la culpa y la responsabilidad de lo que hacemos. Una de ellas es tratar de mostrar el carácter inevitable y fatal del estado de degradación de la Tierra. Y uno de esas culposas disculpas ideológicas para justificar la enfermedad (¿mortal?) del planeta se encuentra en un insuficiente desarrollo económico y productivo mundial. El “remedio” sería acceder a las tecnologías de última generación que permitan superar el desequilibrio del sistema Tierra, producido por una tecnología aún rudimentaria, agresiva y contaminadora. Esta tecnología “clásica” comporta una alta tasa de deterioro ecológico, pues implica la explotación sistemática de los “recursos naturales”, el envenenamiento de los suelos, la deforestación, la contaminación atmosférica, la química en los alimentos, los transgénicos y un largo y sombrío etcétera. No hay dudas de que esa tecnología es excesivamente consumidora de energía, de agua dulce,; es sucia y ecológicamente desequilibradora; por eso los países del Norte la prohíben en sus territorios pero la venden, exportan e implementan en los países periféricos del Sur; pruebas al canto el extractivismo minero a cielo abierto –como Alumbrera- los agronegocios y la industria de los agroquímicos –como Monsanto- y la tecnología del fracking de la explotación de la fusión de empresas de Chevrón-YPF.

Para salvar o sanar el planeta hay que salir del capitalismo, se nos dice, porque el modelo vigente del desarrollo –común al socialismo y al capitalismo, dice Boff- es el responsable de la patológica crisis ecológica; mal puede ser el remedio que la resuelva y cure. Y esto viene de largo; hace ya cuatro siglos que todas las sociedades mundiales son rehenes de un mito: el mito del progreso y del crecimiento ininterrumpido e ilimitado. En nombre de ese progreso, del crecimiento y del desarrollo se ha ido generando una máquina de matar la vida. Y a conciencia de esta crisis ecocida comenzó a despuntar en 1972, con el informe del famoso Club de Roma, organización mundial de industriales, políticos, altos funcionarios estatales y científicos de diversas áreas para estudiar las interdependencias de las naciones, la complejidad de las sociedades contemporáneas y la naturaleza con el objetivo de elaborar una visión sistemática de los problemas y nuevos medios de acción política encaminados a su solución. El informe lleva por título Los límites del crecimiento. Hasta entonces no se ponía en cuestión este modelo de desarrollo y crecimiento que traería el progreso civilizatorio. Todo entonces giraba alrededor de la idea de progreso y que ese progreso se mueve entre dos infinitos: el infinito de los recursos de la Tierra y el infinito del futuro.

A fines de los años 30 del siglo XX, el primero en denunciarlo –proféticamente, se puede decir- fue Walter Benjamin, describiendo el pasmo del Ángel de la Historia que subvierte la filosofía de la historia “ilustrada” –de los alemanes Hegel o Marx a nuestros Alberdi y Sarmiento-, filosofía de una historia entendida como el avance inexorable de la marcha histórica hacia un progreso venturoso. Benjamin contraría radicalmente esa ideología progresista, afirmando taxativamente que el progreso es la catástrofe.

Esa ideología mitológica del progreso obedece a la lógica férrea de la maximización de los beneficios con la minimización de los costes, y en función de ese objetivo se ha montado una máquina industrialista-productivista impresionante, disponiendo de fabulosas fuerzas productivas al servicio del extractivismo colosal para extraer de la Tierra todo cuanto ella pueda suministrar, y por ello se la somete a una explotación sin parangón, sometiendo a la naturaleza a una investigación y tortura a fin de que entregue todos sus secretos y riquezas. Así creamos el mito del ser humano como héroe civilizador moderno, Prometeo indomable, con el faraonismo de sus obras puestas al servicio del titanismo del progreso, que han conducido a la catástrofe perfecta de la crisis ecológica planetaria actual.

Este ataque sistemático al suelo, al subsuelo, al aire, a los mares y a la atmósfera ha llevado la guerra del hombre contra la naturaleza en todos los frentes. Y la producción de víctimas es inaudita: en primer lugar los excluidos de siempre y los “condenados de la tierra”, entre ellos la clase obrera mundialmente oprimida y los pueblos “periféricos”, que quedan al margen del “progreso civilizatorio”; la calidad de vida general deteriorada y la naturaleza expoliada. Dicho en la lengua de Goya, estos sueños de la razón ilustrada, orientada hacia el progreso y el desarrollo y el crecimiento ilimitado, han llevado a las patologías monstruosas, generando fuerzas destructivas que vienen conduciendo hacia la enfermedad y la muerte de la Tierra, de sus especies y de todo lo que la compone.

El dios mercado orienta todas las políticas hacia la obtención del lucro o la ganancia, a como tuviera lugar. Boff indica que, como paliativo –presunto- a ese productivismo y consumismo voraz del capitalismo, a partir de 1987, con el Informe Brundtland de la ONU (llamado también “Nuestro futuro común”), por una investigación realizada entre 1983 y 1987 sobre el estado ecológico de la tierra, se proyectó el ideal del “desarrollo sostenible o  sustentable”, definiéndolo como “un proceso de cambio en el que la explotación de los recursos, la orientación de las inversiones, los rumbos del desarrollo económico y el cambio institucional, están de acuerdo con las necesidades actuales y futuras”. Y allí se toma en consideración la “razón ecológica”, pero –delata Boff- el planteo queda prisionero del paradigma del desarrollo/crecimiento, valorado en sí mismo; y por mucho que se añadan epítetos a ese desarrollo “autosostenido” o “autógeno”, nunca abandona su matriz económica de aumento de la productividad, acumulación e innovación tecnológica. El “remedio” es el virus, portador de la enfermedad.

El diagnóstico de este informe tiene como premisa que la pobreza y la degradación ecológica se condicionan y se producen mutuamente. Y lo que contamina, se piensa allí, es la miseria. Por eso, cuanto más desarrollo, menos miseria y cuanto menos miseria, menos contaminación y más ecología. Pero ese razonamiento está asentado en un gran equívoco, pues no se realiza un análisis de las causas reales de la pobreza y del deterioro ambiental. Y estas, contrariamente a lo que sostienen los defensores del “desarrollo sostenible”,  reside en el tipo de desarrollo que se practica, altamente concentrador, explotador de las personas y de los recursos de la naturaleza. En consecuencia, concluye Boff aquí, cuanto más intenso sea ese tipo de desarrollo, para beneficio de algunos, más miseria y degradación producirá para las grandes mayorías.

La perversión y contradicción de este pensamiento reside en que se aplica la “sustentabilidad” a un tipo de desarrollo/crecimiento moderno cuya lógica se apoya en el saqueo de la tierra y en la explotación de los hombres que son la “fuerza de trabajo”. Esta contradicción es particularmente válida para el modelo de desarrollo/crecimiento del capitalismo –hoy globalizado-, pues este se basa en la apropiación privada de la naturaleza y de sus “recursos”. Por eso la expresión “desarrollo sostenible” –continúa Boff- enmascara el paradigma moderno mundial que se realiza tanto en el capitalismo como en el socialismo, aun en su versión “verde”, pero que conserva siempre su lógica voraz.

Bajo el paradigma del desarrollo y la productividad, estos dos modelos, el capitalista y el socialista, aun pretendiendo ampararse tras el “desarrollo sustentable”, han roto con la tierra, y la reducen a una reserva de “materias primas” y “recursos naturales”. Las personas han sido cosificadas como “recursos humanos” o “capital humano”, formando parte del gran ejército de reserva a disposición de los dueños de los medios de producción, sea el estado o el capital.

Profundos son los dualismos que subyacen a estos dos tipos de sociedad, dice Boff. Se han separado el capital del trabajo, el trabajo del ocio, la persona de la naturaleza, el hombre de la mujer, el cuerpo del espíritu, el sexo de la ternura, la eficiencia de la poesía, la admiración de la organización, dios del mundo. Y uno de esos polos ha pasado a dominar sobre el otro. Así han surgido el antropocentrismo, el capitalismo, el materialismo, el patriarcalismo, el machismo, el exitismo y el secularismo. Y lo peor de todo: el ser humano se ha aislado de la comunidad cósmica de su religación con la naturaleza, olvidando el entramado de interdependencia y de la sinergia de todos los elementos cósmicos que es unieron para que él emergiese en el proceso evolutivo.

Esta enfermedad de la tierra se condensa en la globalización mercantil y financiera; mundialización del egoísmo consumista y depredador, ha hecho que los países en lugar de estructurarse como naciones fundadas como comunidad de ciudadanos, con sentido de los derechos y deberes, promoviendo el bien común, se transformen en verdaderas empresas ya transnacionalizadas, cuya única función es explorar, explotar y saquear las riquezas naturales del mundo del Sur, “subdesarrollado” y esquilmado, para exportarlo al Norte explotador y opulento. Junto al estado nacional surgió el estado económico internacionalizado, verdadera empresa colonia de aquél.

Y lo más grave, advierte Boff, es que la Tierra ha sido transformada en un banco de negocios donde todo es mercantilizado. Todo –minerales, plantas, semillas, aguas, genes…- se vende y es objeto de lucro. Charles Peguy, desde su socialismo romántico cristiano, advertía sabiamente hace tiempo que cada época será juzgada por aquello que considere negociable. Y, si todo está en venta y todo tiene su precio nada es sagrado y digno de respeto; de nada somos responsables infinitamente; y lo somos, de cada prójimo y hermano y de la tierra, nuestra casa común.

Una sociedad de ese talante, que todo lo considera transable o intercambiable, es una sociedad cuyo motor es la competitividad; tal sociedad nos propone el suicidio. Y este escandaloso y perverso proceso hace que únicamente el 20% de la humanidad consuma el 80% de los recursos y servicios naturales. Y 500 grandes empresas acumulan el 52% de la riqueza del planeta, lo que equivale al producto interior bruto de los 135 países más pobres. Nunca se había visto sobre la faz de la Tierra tan desmedida desigualdad e injusticia social. A este proceso, pues, se lo puede considerar –más allá de toda conceptualización- como el misterio de la inequidad consumando el misterio de la iniquidad; es el mal elemental, el “mal absoluto” que transmuta los genocidios y etnocidios en ecocidios y biocidios. El mal que asesina siempre la Vida.

Como contrapartida a esta perversión e iniquidad se va extiendo cada vez más el convencimiento de que toda persona es sagrada y sujeto de dignidad. La persona, un fin en sí misma, jamás podrá ser rebajada a la condición de simple medio para cualquier otro propósito. Es un proyecto infinito, sostiene Boff, es el rostro visible del misterio del mundo, un hijo o una hija de Dios. De allí nace la defensa incondicional de los derechos humanos –del niño, de la mujer, de las minorías, de los pueblos, los personales, los sociales y los ecológicos,…-. Y finalmente estamos llegando al imperativo ecológico, traducido en los derechos de la Tierra, como superorganismo vivo, así como de los ecosistemas, de los animales y de todo cuanto existe y vive; unos derechos perfectamente expresados en la Carta de la Tierra; de la cual Boff mismo es uno de los redactores.

Y son las democracias las que tienen que afrontar el desafío de hacer cumplir y encarnar esos derechos humanos, ecológicos, sociales. Y todo ser humano tiene derecho a participar en las tomas de decisión de aquello que le incumbe; en primer lugar de la salvaguarda de la vida. Y para ello hay que controlar a los poderes para que no se vuelvan despóticos. El diálogo entre hombre y pueblos es la condición para la lucha por la justicia, y la justicia es el único camino para la paz. Por ello la paz es a la vez método y meta, camino y destino, como fruto de la solicitud de todos para con todos y para con la Casa Común de la Tierra. Sólo así cumpliremos las demandas de la justicia social mundial irrenunciable.

La Tierra y el Hombre forman un todo único que debe ser cuidado, respetado y amado, como reclama la Carta de la Tierra. Para ello tenemos que cambiar el paradigma civilizatorio; estar libres de una civilización consumista y predatoria para poder convivir humanamente como hermanas y hermanos que seamos capaces de articular lo local con lo global, el trabajo con la poesía, la eficacia con la gratuidad; apto, en fin, para ser capaces de brincar de alegría y prorrumpir en alabanzas como hijos e hijas en la casa común de la Madre Tierra.

Lalo Ruiz Pesce


(1) Raimon Pannikar; Ecosofía. Una nueva sabiduría de la tierra; Madrid 1994


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